Por Magaly Vázquez
La adolescencia es un periodo de la vida que abarca varios años. Este comienza con los cambios puberales, entre los 11 y 12 años, y aunque su terminación no es tan clara ni tan sencilla psíquicamente hablando, actualmente se piensa que a los 20 o 21 años uno va de salida. Este periodo implica un proceso necesario de crecimiento, transición y transformación, así como de mucha turbulencia, confusión y crisis. En él, se rompe la estabilidad y el equilibrio de los años previos, en los que el niño se portaba bien, era obediente, amoroso y volcaba sus intereses en los deportes, la escuela, la socialización y el aprendizaje de nuevas habilidades y capacidades. Dejar atrás la infancia no es cualquier experiencia, de hecho, se pierde mucho y, como en cualquier pérdida, se deben elaborar ciertos duelos que permitan el crecimiento psíquico y mental.
Lo primero que se pierde, de manera involuntaria, es el cuerpo infantil. Como parte del desarrollo, el adolescente experimenta cambios biológicos y físicos, que como consecuencia natural se desarrollan los caracteres sexuales primarios y secundarios. A diferencia de los cambios en otros momentos de la vida, estos se caracterizan por ser abruptos, acelerados, desproporcionados y, sobre todo, irreversibles.
El cambio del cuerpo es un impacto muy fuerte para la mente. El trabajo mental que tendrá que elaborar el adolescente consiste en dejar atrás ese cuerpo que ya no está y que se percibía de cierta forma (limpio, bello, perteneciente a los padres), para irse sintiendo cómodo y conectado con el nuevo, que es sexuado, característica principal que le genera sensaciones muy intensas y fuera de control, principalmente, de excitación. Dicho cambio es un proceso de apropiación e integración: este cuerpo es mío, me pertenece, aunque haya cambiado, sigo siendo yo. Como resultado de este duelo, el adolescente se preocupa mucho por su cuerpo y vive fuertes sentimientos de ambivalencia y fantasías. A ratos se siente incómodo (se siente gordo, flaco, demasiado chaparro o alto, no se mira en el espejo y lo oculta tras ropa holgada), incluso se descuida (no se baña, no se mira) y puede llegar a restringir ciertos alimentos o comer de más. En otros momentos, el adolescente exhibe su cuerpo (usa ropa ajustada que le permita mostrar la piel), lo cuida en exceso, lo mima, hace ejercicio y experimenta estéticamente (se tiñe o se corta el cabello, usa maquillaje, se hace perforaciones o tatuajes, modifica el uniforme de la escuela, etcétera).
Por otro lado, debido a la curiosidad y a la excitación sexual que genera el cambio corporal, es esperable y saludable que el adolescente se masturbe para explorar su cuerpo, conocerlo, fantasear con este y como un ensayo de la sexualidad futura en pareja. También comienzan los intercambios sexuales con otros a través de besos, caricias, “fajes” y relaciones sexuales. Es común, además, que debido a la ansiedad presenten síntomas pasajeros, como problemas de piel, aumento o disminución del apetito y de peso, dolores de cabeza y trastornos gastrointestinales, entre otros.
Hacia el final de la adolescencia, se espera que el joven se sienta cómodo con su cuerpo, lo acepte, lo cuide y no le genere demasiada culpa o vergüenza. Algunos adolescentes experimentan el cambio corporal y las sensaciones que emanan de este como sumamente amenazantes, por lo que en un lugar de encontrarlos en un proceso de apropiación e integración, nos encontramos con jóvenes que rechazan o atacan su cuerpo. Las autolesiones, las adicciones, los trastornos alimenticios y los intentos suicidas, entre otros, son ejemplos de patologías adolescentes relacionadas con la imposibilidad de tramitar la importante tarea psíquica de elaborar el duelo por el cuerpo infantil. Por ello, la detección y canalización oportunas son trascendentales para un óptimo desarrollo.